Los males que aquejan a nuestro mercado del trabajo desde la Transición Española son sobradamente conocidos: altos niveles de desempleo; dualidad de nuestro mercado laboral por una elevada tasa de temporalidad; precariedad en determinados sectores productivos; petrificación de las condiciones laborales; costes excesivos al inicio, durante, y en el momento de la extinción del contrato de trabajo; judicialización de las relaciones laborales y, en fin, desmedido número de empleadores de menor tamaño que dificultan una mayor estabilidad en el empleo.

Desde el inicio de la democracia, los distintos Gobiernos de la nación, de uno u otro signo político, compartiendo el diagnóstico de un deficiente funcionamiento de nuestro mercado de trabajo y acometieron, con mayor o menor intensidad, reformas de la legislación laboral.

Algunas de ellas, recordemos, acordadas con los agentes sociales (a modo de ejemplo la de 1997 y la de 2006), intentando poner el foco en cada uno de los problemas mencionados anteriormente, abriendo la mano en la contratación temporal para animar el empleo (finales de los 80), impulsando la negociación colectiva para adaptar las situaciones empresariales a los vaivenes económicos (finales de los 90), o reduciendo los costes laborales (igualmente a finales de los 90 y en años recientes).

Pero cuando realmente se produce un verdadero punto de inflexión en el marco regulatorio de las relaciones laborales fue con las Reformas del año 2010 y del año 2012. Es ahí cuando se inicia por primera vez un camino distinto, “a la europea”, apostando por la institucionalización de los mecanismos de “flexiseguridad” que tanto éxito han tenido en países de nuestro entorno: flexibilidad interna para las empresas para poder utilizar vías distintas al despido (como era tradicional en nuestro país) en situaciones de crisis y, a la vez, una necesaria protección social y garantías para los trabajadores, en un marco flexible de relaciones laborales.

Se minimizan desde entonces los impactos de los cambios que soporta la economía, evitando la destrucción masiva de puestos de trabajo como había sucedido en el pasado, y se aboga por la modificación de condiciones, individuales o colectivas, que aun siendo traumáticas en algunos casos, preserva el contrato de trabajo (véase el ejemplo reciente de los ERTE) y lo que es más importante, genera confianza en la creación de empleos y de empresas, en un círculo virtuoso que ha hecho que España haya crecido laboralmente, en situaciones difíciles, en los pasados años.

Ahora bien, desde una perspectiva más “ideológica”, se vino anunciando desde prácticamente su aprobación en 2012 una derogación de aquella Reforma Laboral sin entrar a analizar su impacto real en el mercado de trabajo, bien por la aplicación perversa de la normativa aprobada, bien por una interpretación judicial que generaba dudas en la redacción de una norma claramente innovadora en nuestro país.

Los beneficios en el empleo y en la atracción de inversión son datos incuestionables, avalados incluso por gran número de estudios nacionales e internacionales. Pero, naturalmente, era preciso una evaluación, para posteriormente corregir, aquellos resultados más negativos en las relaciones laborales de unas reformas de calado.

Esa es sin duda la responsabilidad de los gobernantes y de los agentes sociales. Finalmente y tras muchas idas y venidas, tras varios anuncios y en un ejercicio de cumplimiento del deber, es lo que ha sucedido: una corrección de la legislación laboral, sin cambios sustanciales, consolidando sobre todo la Reforma Laboral del año 2012, pero buscando puntos de mejora en instituciones (algunas de ellas no retocadas por aquella Reforma) en el ámbito de la contratación, negociación colectiva, externalización de servicios y mecanismos de flexibilidad interna innovadores (como el nuevo sistema RED).

El resultado, con una negociación muy intensa y a contrarreloj, no podía ser otro, derivado de un acuerdo tripartito que ha sido consolidado en un Real Decreto, validado recientemente en el Parlamento, no exento de polémica. Estamos ante una reforma prudente y moderada, alejada de los extremos que se anunciaron hace varios meses y que, insisto, mantiene intacto el epicentro de las anteriores Reformas en el ámbito de la “flexiseguridad”. Pragmática en la forma, y en el contenido.

A partir de aquí, habrá que esperar para ver si lo aprobado tiene efectos positivos, mejorando los problemas apuntados del empleo, sobre todo en el ámbito de la contratación temporal, donde la apuesta ha sido mucho mayor que en las otras áreas. Los efectos no se van a ver en el corto plazo, porque la dinámica de las relaciones laborales, las formas de actuar de empresas y sindicatos, no se cambian de forma abrupta salvo en cambios de gran calado, que no es el caso. Habrá por tanto que evaluar y corregir lo que sea menester.

Más allá de esta “corrección” normativa, se ha vuelto a perder una oportunidad de crear un marco más moderno de nuestro sistema de relaciones laborales donde se precisa de menos regulación y de un mayor protagonismo de la negociación colectiva, dada la madurez de nuestro modelo laboral; dotar de mayor relevancia a las nuevas formas de trabajo; impulsar el crecimiento de las empresas; innovar en la contratación con fórmulas similares a la “mochila austríaca” y enfocarse más en políticas activas de empleo y de formación que en la normativa laboral, ya de por sí, profusa y compleja para muchas empresas. Con una reflexión más profunda y sosegada, alejada de tintes ideológicos (el empleo no conoce de ideologías) y con la colaboración de todos los agentes implicados, conseguiremos irnos alejando de nuestra reputación de país paladín en tasas de desempleo.