Como es bien sabido por los periodistas, que un perro muerda a un humano no es noticia, pero sí cuando sucede lo contrario. Porque, claro, nos alarma y provoca lo extraordinario, lo inusitado, a veces incluso más cuando incluye un cierto tinte enfermizo, eso que se suele tildar de morboso. Y pocas cuestiones pueden serlo más que la sustitución del trabajo humano – o incluso, nos dicen, de los propios humanos tout court – por la inteligencia artificial. Nos inundan, en los medios de comunicación del mundo entero, titulares diarios e incesantes: cómo la inteligencia artificial (IA) va a cambiar la computación, la cultura y el curso de la historia, cómo transformará nuestras vidas y los mercados de trabajo, cómo amenaza al empleo, por qué es necesario ralentizar – si es que no suspender – su desarrollo so pena de generar un nuevo poder omnímodo e incontrolable: estamos, nos dicen, jugando irresponsablemente a aprendices de brujo, a prometeos suicidas.
Lo que comentó Mark Twain sobre la noticia publicada de su propia muerte aplica a mucho de lo que se viene diciendo sobre la IA: es muy exagerado.
En primer lugar, debemos distinguir entre la inteligencia artificial general o fuerte, que sería la capaz de ejecutar acciones generales inteligentes, de confundirse plenamente con la inteligencia humana, e inteligencia artificial estrecha, o débil, que opera dentro de un rango limitado, previamente definitivo, algoritmizado.
La inteligencia artificial general ni existe – más allá de la imaginación o el deseo – ni se la espera próximamente, toda vez que carecemos de bases científicas para ello y ni siquiera sabemos si será posible alguna vez (lo de la “singularidad” como máquinas más inteligentes que los humanos es, hoy por hoy, más literatura, o incluso poesía, que ciencia).
Lo que sí es cierto es que el profundo y acelerado desarrollo de la capacidad computacional y del proceso de digitalización, junto con los algoritmos de aprendizaje automático, que construyen un modelo basado en datos de muestra (también conocidos como datos de entrenamiento) con el fin de hacer predicciones o tomar decisiones sin estar explícitamente programados para ello, unido al acceso a exponencialmente crecientes bases de datos gigantescas (big data) en la nube, está permitiendo avanzar de forma extraordinaria a la inteligencia artificial estrecha o débil.
Uno de los ejemplos más claros de ello es el ahora tan famoso Chat GPT, un chatbot (es decir, un programa informático capaz de mantener una conversación con un internauta sobre un tema específico) basado en el desarrollo de los conocidos como grandes modelos lingüísticos, algoritmos que aprenden asociaciones estadísticas entre miles de millones de palabras y frases para realizar tareas como generar resúmenes, traducir, responder a preguntas y clasificar textos. Impresionante, desde luego; pero no deja de ser una recreación, ordenación, modificación o tratamiento de lo que ya está: no tiene capacidad verdaderamente creativa, no puede representar el modelo del mundo (espacio, tiempo), carece de sentido común (es decir, de operar de forma eficiente en un sistema complejo), no puede crear experimentos mentales (tan importantes para la ciencia), no es capaz de razonamiento sofisticado en relación con ideas abstractas, no puede imaginar lo que sucederá en un proceso concreto del que carezcamos de suficiente ejemplos (como en tantos litigios judiciales, o en situaciones de conflicto social o político).
Sin embargo, es indudable que la inteligencia artificial estrecha que ya existe y se está desarrollando a gran velocidad va a afectar al empleo. Lo que, por cierto, no es novedad alguna en la relación histórica entre tecnología y empleo. Como expresivamente ha resumido hace pocas semanas James Maniyika, vicepresidente de tecnología y sociedad de Google, como efecto del desarrollo de la IA van a pasar tres cosas a la vez: se creará empleo, se perderá empleo y cambiará el empleo. El MIT ha propuesto en una reciente publicación sobre la IA y el futuro del empleo lo que me parece una estrategia útil para considerar esta cuestión: comenzar considerando las tareas que constituyen cada trabajo concreto e imaginar cuáles de ellas puede hacer mejor el ordenador y cuáles las personas. Adoptar este enfoque significa pensar menos en las personas O los ordenadores y más en las personas Y los ordenadores.
La inteligencia artificial está transformando nuestro modo de trabajar a la vez que dispara la productividad y ofrece una oportunidad para mejorar nuestras vidas laborales, por más que también pueda generar riesgos de desigualdad y discriminación, seguridad y privacidad de las condiciones de trabajo, o de confusión entre nuestra vida personal y la laboral, entre otros.
Es tiempo de regulación inteligente, como siempre se ha hecho en la historia humana – habitualmente con un cierto retraso, porque la tecnología suele preceder a su ordenamiento – cuando han surgido nuevas formas de relacionarnos técnicamente con el mundo, de crear y producir con mayor capacidad y eficiencia. De regulación con prudencia, pero también con optimismo, porque la tecnología, aunque pueda conllevar riesgos e inconvenientes, contribuye significativamente a nuestro bienestar, es uno de los principales motores del crecimiento económico, cuando no el principal. La inteligencia artificial no es una excepción.